lunes, 30 de julio de 2012

Teto vs La Cultura

La cultura y el Estado -no nos engañemos sobre esto- son rivales
FRIEDRICH NIETZSCHE

Los espacios culturales son expresión del espíritu de la comunidad. Dependen de un espíritu colectivo que encuentra medios materiales para expresarse. Así la gastronomía, el lenguaje, el arte, el deporte o la vivienda, son expresión de la relación del espíritu humano con su entorno.

De una manera especial, el espíritu colectivo se manifiesta en los lugares de encuentro. La cultura encuentra manifestaciones más claras en los lugares en los que los individuos pueden encontrarse y hacer comunidad. Por eso, especialmente en la ciudad, deben favorecerse estos espacios, en los que de forman los verdaderos vínculos y el llamado «tejido social». Es en la convivencia donde encontramos la mejor expresión cultural.
Por esta razón parece inconcebible que en una ciudad que necesita con urgencia crear vínculos comunitarios, que necesita reconstruir el «tejido social» y encontrar medios adecuados para la expresión de su verdadero espíritu colectivo, se hagan acciones que son directamente contrarias y perjudiciales para este fin.
La desaparición de lugares de convivencia, de vinculación es una herida profunda a cualquier ciudad, a cualquier grupo humano. Podemos decir que es un asesinato, una mutilación cuando menos, del espíritu colectivo. Un ataque contra la expresión cultural es un ataque contra quien expresa, sea un individuo, un grupo o una ciudad.

Recientemente, el Ayuntamiento (sin H.) de Ciudad Juárez, encabezado por el llamado «Teto» Murguía, ha realizado un par de acciones que directamente dañan espacios de convivencia en la ciudad, que rompen espacios de vinculación humana y de creación y expresión cultural. Uno, la propuesta para derribar uno de los emblemas del centro histórico, el café «La nueva Central»; que ha sido un espacio de convivencia durante varias décadas, que ha acumulado historias, que ha presenciado la historia de la evolución de la ciudad.

El otro hecho, la irrupción en un evento cultural. El decomiso arbitrario de artesanías en «Arte en el Parque». Al parecer, para poder expresar el espíritu de la comunidad, y para poder consumir arte, es decir,  tener acceso a las creaciones artísticas, hay que pedirle permiso al flamante alcalde de la ciudad. Y no sólo eso, hay que pagarle. 

La cultura, la expresión cultural, el arte, no lo entiende el señor «Teto» como algo creado por el espíritu colectivo, sino como un bien que le pertenece y al que debe tener acceso sólo aquel que pueda pagar un permiso por expresarse. Pensar en la cultura como un bien accesible a unos cuantos, o sentirse dueño de la expresión cultural no deja de ser expresión cultural, pero es la expresión de un espíritu mezquino y empequeñecido.

La cultura es un bien colectivo, porque es la humanidad, la comunidad la que lo elabora. La creación individual está inserta en un ambiente comunitario. Por tanto, es algo que le pertenece a la comunidad. Especialmente cuando se trata de espacios que favorecen la expresión cultural, el intercambio de ideas y que fomentan la vinculación.

Tenemos, pues, como ciudadanos, como miembros de una comunidad, la obligación de expresar nuestro espíritu, de favorecer los espacios de vinculación e integración, de expresión e intercambio cultural. Debemos realizar lo que nos corresponde, expresar nuestro espíritu mediante la cultura en todas sus formas (arte, trabajo, deporte, religión, gastronomía, etc.), para fortalecer el vínculo comunitario. Que la expresión cultural del espíritu colectivo sea mayor que cualquier mente pequeña. Que nuestra cultura local no sea movida por el dinero sino por la búsqueda de vínculos y la conquista de espacios culturales…


Gracias a «Nueva Central» y a «Arte en el Parque»…

miércoles, 21 de marzo de 2012

El motivo de la Encarnación. ¿Por qué Dios se hizo hombre?


Él fijó ahí un nuevo sitio de nacimiento,
descubrió en todo hombre un lugar de vida
que sobrevive a la corriente de lo fugaz,
que sobrevive a la muerte
KAROL WOJTYLA

En la esencia del cristianismo está el misterio de la Encarnación, es decir, «el hecho de que el Hijo de Dios haya asumido nuestra naturaleza humana para llevar a cabo por ella nuestra salvación» [Catecismo de la Iglesia Católica 461, a partir de aquí: CEC]. Y esta verdad es original del cristianismo. No se trata de un dios con apariencia de hombre o atrapado en una forma humana; es el mismo Dios, eterno, omnipotente, ilimitado, que ha asumido la naturaleza humana completa, entrando en la historia, en su dimensión corporal y en su dimensión anímica, con límites, sometida al tiempo y al espacio, una naturaleza humana completa, sin disminución ni agregados, pero sin perder nada de su naturaleza divina: «El Hijo de Dios… trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, actuó con voluntad de hombre, amó con sentimientos de hombre…»[Gaudium et Spes, 22]. No es menos Dios por haberse hecho totalmente humano. Todo esto implica la palabra sarx (sarx = carne) que aparece en el Evangelio de S. Juan: «El Verbo se hizo carne…» (Jn 1,14).
No hay duda, es un dato revelado y muy conocido y explicado en el Nuevo Testamento: Fp 2,7-8; Rm 1,3. 9,5; Gál 4,4; 1Tim 3,16; Col 2,9; Hb 4,15. 10,5-7; 1Jn 1, 1-4. Pero ¿por qué? ¿Qué motivó a Dios a enviar a su Hijo a asumir la naturaleza humana? ¿Por qué Dios se hizo hombre?
La fe de la Iglesia no tiene duda: «Por nosotros los hombres y por nuestra salvación bajó del cielo…», es lo que decimos en el símbolo Niceno-Constantinopolitano. Pero, ¿en qué consiste esa salvación?, ¿de qué nos salva Dios? Si decimos que del pecado, ¿podemos limitar el acto de la Encarnación al motivo de la salvación? ¿El verbo se encarnó sólo porque el hombre pecó? ¿El pecado es condición sin la cual no existiría la encarnación?
En la Edad Media comenzó esta discusión, planteada por San Anselmo de Canterbury (1033- 1109) en su libro Cur deus homo? (¿por qué Dios se hizo hombre?).
El testimonio bíblico parece unánime: «Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores…» 1Tim 1,15 (ver también Rm 8,2-3 y 2Cor 5, 21); y así lo dice Santo Tomás de Aquino:

La Sagrada Escritura es la que nos descubre la voluntad de Dios. Y como todos los pasajes de la sagrada escritura señalan como razón de la encarnación el pecado del primer hombre, resulta más acertado decir que Dios ha querido la Encarnación para remedio del pecado, de tal manera que la Encarnación no habría tenido lugar de no haber existido el pecado. Sin embargo, no por esto queda limitado el poder de Dios ya que hubiera podido encarnarse aunque no hubiera existido el pecado. [Suma Teológica II, Q.1 a.3]

Sin embargo estaríamos ante un problema: la acción de Dios estaría condicionada a una acto humano contingente: la desobediencia. Para Juan Duns Scoto la obra de la encarnación no estaría condicionada por la desobediencia de Adán, sino por la supremacía de Cristo: «Parece muy poco razonable que Dios deje de hacer una obra tan excelsa a causa de la buena conducta de Adán, es decir, si Adán no hubiera pecado» [Opus Oxeniense III d.7, q.4]. Un bien menor (la obediencia) eliminaría la posibilidad de un bien mayor (la Encarnación).
La respuesta debemos encontrarla en la concepción dinámica de la historia que tienen los autores de la Biblia. La dimensión histórica de la Sagrada Escritura se desarrolla en la contemplación de Dios. Dios ya tenía un plan desde el principio, en el que estaba pensada la Encarnación desde la eternidad.
Dios ha creado todo por el Verbo y para él (Col 1,17) y Dios «antes de la creación del mundo nos eligió para que por el amor fuéramos consagrados e irreprochables en su presencia» (Ef 1,4). Es decir, la Encarnación ya estaba, desde la eternidad, en el plan de Dios, por tanto no depende del pecado de Adán, «no es un hecho contingente que se añade a una historia preconstituida… sino que expresa una ley esencial… fundada en la libre elección divina (“hecha antes de la creación del mundo”) de llamar al hombre a una comunión con él en Cristo» [Marcello Bordoni, «Encarnación» en Nuevo Diccionario de Teología]. Si la Encarnación nos salva del pecado es porque Dios nos ha querido plenos ante su presencia, no porque algo le salió mal y tenía que remediarlo.
Desde el origen del universo, Dios ha tenido un plan en el que encontrarán todas las cosas a Cristo como cabeza, las cosas del cielo y las de la tierra (Ef 1,10). Entonces la Encarnación no tiene como motivo fundamental el pecado del hombre, sino la voluntad salvífica de Dios. No tiene como objetivo quitarnos los pecados sino llevarnos a la plenitud en Cristo. Y claro, para llegar al estado de plenitud para el cual hemos sido creados, es necesario estar limpios del pecado. Es cierto que por nuestros pecados se encarnó Cristo, pero no como condición, sino al contrario: para llevarnos a la plenitud (motivo principal de la Encarnación) tenía que restablecer la unión perdida con Dios, destruyendo la esclavitud del pecado. «Dios no ha querido ni creación ni universo sino en la unidad de Cristo. Desde antes de la creación, Dios pensaba en una humanidad redimida por Cristo, puesta bajo su poder vivificante» [Jean Galot, Jesús Liberador]
Por tanto, la Encarnación es un don grande de Dios, que entrega libremente, no condicionado por una acción u omisión humana y que había planeado desde el principio, desde la eternidad, para llevarnos a la plenitud en Cristo, «para que quien crea en él tenga vida eterna» (Jn 3,15)