Él fijó ahí un nuevo sitio de nacimiento,
descubrió en todo hombre un lugar de vida
que sobrevive a la corriente de lo fugaz,
que sobrevive a la muerte
KAROL WOJTYLA
En la esencia del cristianismo está el misterio de la Encarnación, es decir, «el hecho de que el Hijo de Dios haya asumido nuestra naturaleza humana para llevar a cabo por ella nuestra salvación» [Catecismo de la Iglesia Católica 461, a partir de aquí: CEC]. Y esta verdad es original del cristianismo. No se trata de un dios con apariencia de hombre o atrapado en una forma humana; es el mismo Dios, eterno, omnipotente, ilimitado, que ha asumido la naturaleza humana completa, entrando en la historia, en su dimensión corporal y en su dimensión anímica, con límites, sometida al tiempo y al espacio, una naturaleza humana completa, sin disminución ni agregados, pero sin perder nada de su naturaleza divina: «El Hijo de Dios… trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, actuó con voluntad de hombre, amó con sentimientos de hombre…»[Gaudium et Spes, 22]. No es menos Dios por haberse hecho totalmente humano. Todo esto implica la palabra sarx (sarx = carne) que aparece en el Evangelio de S. Juan: «El Verbo se hizo carne…» (Jn 1,14).

La fe de la Iglesia no tiene duda: «Por nosotros los hombres y por nuestra salvación bajó del cielo…», es lo que decimos en el símbolo Niceno-Constantinopolitano. Pero, ¿en qué consiste esa salvación?, ¿de qué nos salva Dios? Si decimos que del pecado, ¿podemos limitar el acto de la Encarnación al motivo de la salvación? ¿El verbo se encarnó sólo porque el hombre pecó? ¿El pecado es condición sin la cual no existiría la encarnación?
En la Edad Media comenzó esta discusión, planteada por San Anselmo de Canterbury (1033- 1109) en su libro Cur deus homo? (¿por qué Dios se hizo hombre?).
El testimonio bíblico parece unánime: «Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores…» 1Tim 1,15 (ver también Rm 8,2-3 y 2Cor 5, 21); y así lo dice Santo Tomás de Aquino:
La Sagrada Escritura es la que nos descubre la voluntad de Dios. Y como todos los pasajes de la sagrada escritura señalan como razón de la encarnación el pecado del primer hombre, resulta más acertado decir que Dios ha querido la Encarnación para remedio del pecado, de tal manera que la Encarnación no habría tenido lugar de no haber existido el pecado. Sin embargo, no por esto queda limitado el poder de Dios ya que hubiera podido encarnarse aunque no hubiera existido el pecado. [Suma Teológica II, Q.1 a.3]
Sin embargo estaríamos ante un problema: la acción de Dios estaría condicionada a una acto humano contingente: la desobediencia. Para Juan Duns Scoto la obra de la encarnación no estaría condicionada por la desobediencia de Adán, sino por la supremacía de Cristo: «Parece muy poco razonable que Dios deje de hacer una obra tan excelsa a causa de la buena conducta de Adán, es decir, si Adán no hubiera pecado» [Opus Oxeniense III d.7, q.4]. Un bien menor (la obediencia) eliminaría la posibilidad de un bien mayor (la Encarnación).
La respuesta debemos encontrarla en la concepción dinámica de la historia que tienen los autores de la Biblia. La dimensión histórica de la Sagrada Escritura se desarrolla en la contemplación de Dios. Dios ya tenía un plan desde el principio, en el que estaba pensada la Encarnación desde la eternidad.
Dios ha creado todo por el Verbo y para él (Col 1,17) y Dios «antes de la creación del mundo nos eligió para que por el amor fuéramos consagrados e irreprochables en su presencia» (Ef 1,4). Es decir, la Encarnación ya estaba, desde la eternidad, en el plan de Dios, por tanto no depende del pecado de Adán, «no es un hecho contingente que se añade a una historia preconstituida… sino que expresa una ley esencial… fundada en la libre elección divina (“hecha antes de la creación del mundo”) de llamar al hombre a una comunión con él en Cristo» [Marcello Bordoni, «Encarnación» en Nuevo Diccionario de Teología]. Si la Encarnación nos salva del pecado es porque Dios nos ha querido plenos ante su presencia, no porque algo le salió mal y tenía que remediarlo.

Por tanto, la Encarnación es un don grande de Dios, que entrega libremente, no condicionado por una acción u omisión humana y que había planeado desde el principio, desde la eternidad, para llevarnos a la plenitud en Cristo, «para que quien crea en él tenga vida eterna» (Jn 3,15)